"La vida tiene más valor que las tierras"


La madrugada del 8 de setiembre de 2008 Susana Yedro cerró despacio la puerta de su casa para no despertar a Ramón, su compañero de vida. Era muy temprano todavía, y debía tomar el autobús que la llevara hacia Quimilí, el pueblo más cercano, donde tenía visita concertada con el pediatra. Hacía 3 meses que ella y Ramón habían sido padres, y tocaba un control médico para asegurarse que Santiago estaba bien.

Envuelta por la oscuridad, se dirigía hacia la carretera, pasando por delante de la casa de sus suegros y la de sus cuñados. Abuelos, tíos y nietos compartían las 600 hectáreas del patriarca de la familia, Don Roman, que las heredó de su padre cuando murió. Juntos trabajaban la tierra donde crecieron: sembraban algodón, unas pocas frutas y verduras, y criaban cerdos y gallinas. Su precaria economía de subsistencia contrastaba con los grandes latifundios de soja transgénica que se extendían a su alrededor. Cientos de miles de hectáreas de esta oleaginosa que en la última década se implantaron en la provincia de Santiago del Estero, al norte de Argentina, fruto de su buen rendimiento económico y de la nueva tecnología, que permitía cultivarla prácticamente en cualquier lugar. Desde entonces, el valor del suelo se había multiplicado por 10, y los González vivían cercados por los intereses de este negocio, y la codicia de sus representantes.

Mientras Susana tomaba el autobús acompañada de su hijo Santiago, Ramón se desperezaba y recibía la visita de su tío y uno de sus hermanos, Luis, que como cada día, venían a tomar mate antes de empezar una nueva jornada laboral. Tranquilos, se iban pasando el mate de uno a otro para entrar en calor, añadiendo en cada toma una nueva dosis de azúcar. De pronto, el silencio de la madrugada se rasgó. 4 camiones frenaron en seco y de ellos saltaron 30 policías y paramilitares armados. “Entraron a los tiros, rompiendo la puerta, las sillas y desordenándolo todo. Hirieron a Ramón en la pierna y a los otros les patearon. No les dieron ninguna explicación ni mostraron orden judicial”, explica Susana, a quien le contaron todo lo sucedido por teléfono. Desde la distancia, ella no podía hacer nada, impotente.

Después de burlarse de ellos y de sus derechos humanos, se llevaron a los 7 hombres de la familia González detenidos. Los acusaban de amenazas de muerte, secuestro e intento de homicidio. “Le imputaban cargos para encerrarlo durante 10 años -me aclara Susana- pero yo confiaba en Ramón y sabía perfectamente que él no había hecho nada”.

La sinrazón cobró sentido rápidamente. Los motivos de la detención eran lo de menos, lo que querían era su tierra. En el calabozo, los agentes le ofrecieron a Ramón la libertad a cambio que cediera una de las parcelas de la familia a quien lo había denunciado, un vecino apadrinado por un productor de la soja. Este se la alquilaría, y el otro ampliaría su latifundio. Ramón no aceptó la extorsión y lo dejaron encerrado. Él era el principal objetivo de sus asaltantes, junto con su hermano Luis, puesto que eran campesinos activistas y defensores de los derechos de la gente del campo. Por eso eran el blanco de las denuncias. A los demás miembros de la familia los soltaron al cabo de una semana. Ramón y su hermano estuvieron 45 días privados de libertad.

En los últimos tiempos, este tipo de maniobras eran comunes en Santiago del Estero. Grandes empresarios o terratenientes, ocultos siempre tras un testaferro, echaban a los campesinos de su tierra, quines a pesar de no tener escrituras de propiedad, llevaban toda una vida instalados allí. Eran los llamados “desalojos silenciosos”, que se aprovechaban de la falta de información de la gente de campo, que desconociendo sus derechos, se achicaba ante el acoso. Pero según el código civil argentino, una persona que lleve más de 20 años viviendo pacíficamente en una parcela, y cuidándola con ánimo de dueño, deviene poseedor del inmueble, y la ley lo ampara. Por eso, como reacción al abuso constante, en los años 90’ nació el MOCASE-VC, el Movimiento Campesino Santiago del Estero – Vía Campesina, cuyo objetivo era fortalecer y proteger los derechos de los pequeños agricultores de la zona. Hasta el momento, según Deo, una de sus miembros, el MOCASE-VC lleva encausadas 500 denuncias. “Hay familias que tienen varias causas abiertas a la vez porque de pronto aparecen 2 ó 3 personas distintas con títulos de propiedad sobre la misma tierra. Evidentemente, se trata de escrituras falsas que alguien les ha conseguido”.

Con el tiempo, los desalojos silenciosos fueron dando paso a la violencia. Por ello, el MOCASE-VC denuncia la impunidad con la que actúan algunos de esos grandes propietarios y empresarios, que cuentan con el apoyo de la policía, los políticos y los jueces corruptos. “Los terratenientes les dan coimas a todos, porque ni a los jueces ni a los gobernantes les interesa que los campesinos se queden con los predios”, se queja Deo. Además de la corrupción, también critica las estrategias que usan los latifundistas para lograr el apoyo de la justicia. “La mayoría de las causas que tenemos abiertas con terratenientes van por la vía penal, porque ellos acusan a los campesinos de usurpación y así penalizan la causa, cuando correspondería llevar el conflicto de tierra por la vía civil. Pero con falsas denuncias penales, el artículo que ampara el derecho de posesión de los campesinos queda inactivo”, explica.

Susana conocía bien el trabajo del MOCASE-VC, puesto que gracias a sus movilizaciones, 5 años atrás Ramón y su familia habían logrado recuperar un terreno que les habían arrebatado. “Los sojeros llegaron en 2002, y al año siguiente nos usurparon un campo. Perdimos una cosecha de algodón porque no la pudimos desmalezar, y también se arruinó una de sandía porque la topadora la aplastó”, explica Susana. Aunque no les pagaron indemnizaciones por el atropello, al menos lograron volver a cultivar esa tierra.

Los González, junto con el MOCASE-VC, ganaron una batalla, pero por lo visto, se la tenían jurada a Ramón y a la organización. Ese mes de setiembre, los atropellos a la gente del campo se sucedían uno tras otro. Todos lo recuerdan como el “setiembre negro”. Ahora estaba en juego un nuevo campo, así que Susana, una vez tuvo noticia de la detención de Ramón, llamó a la organización para que la ayudaran. Ellos conseguirían un abogado y sabrían buscar apoyo. Luego, se fue a la comisaría, acompañada por su suegra, para saber qué había pasado. “La policía nos dijo que Ramón y los demás los habían recibido con cuchillos, y cuando preguntábamos por ellos no nos querían decir nada”. En el interior del calabozo, con la herida de la pierna infectada, Ramón soportaba palizas diarias. Su estado de salud iba empeorando, y al cabo de unos días lo trasladaron al penal de la capital de provincia, a unos 200 kilómetros de su hogar. Allí, logró contactar con el abogado de la organización para que lo trasladaran a una clínica. Susana tardó 15 días en poder verlo: “Con mi hijo tan pequeño y Ramón tan lejos de casa era una complicación irlo a ver, porque el bebé amamantaba y no lo podía dejar. Además tenía miedo que si lo hacía, volviera la policía y le hicieran daño. Todos esos días yo no pude dormir”.

Cuando lo vio por primera vez, se tranquilizó, aunque la estampa era espeluznante: “En el hospital lo tenían esposado, con el suero y todo, tenía hematomas por todos lados, estaba deshidratado...yo me quería morir”, relata. Pero poco a poco, Ramón fue mejorando hasta que lo devolvieron a la cárcel. Susana se turnaba con su suegra para irlo a ver. Debía salir de su casa a las 3 de la mañana, con su retoño, recorrer más de 200 kilómetros con transporte público, hacer cola durante horas y soportar los cacheos de la entrada. Cuando finalmente se encontraba con Ramón, ella se tragaba los nervios y la rabia y trataba de aportar serenidad a la situación. “Yo intentaba ser optimista y bromeaba, pero en realidad tenía miedo que lo mataran en la cárcel, por encargo de alguien”, confiesa.

Ella misma se sentía amenazada en su propia casa, y se daba cuenta que la policía la perseguía y la vigilaba. “Esos 45 días fueron una tortura -asegura- a veces, de noche, una camioneta pegaba un frenazo y ya me venía el miedo. En los últimos tiempos no podía ni dormir”.

Al final tuvieron que soltarlo. Las pruebas que aportaron los denunciantes eran falsas y no había fundamento para mantenerlo encerrado. De hecho, los González lograron demostrar que el supuesto día del secuestro Ramón estaba en otro sitio, trabajando. Volvía a casa.

Al cabo de 15 días, la policía volvió, esta vez con una denuncia por tenencia de armas y drogas. Ramón pudo escapar del asalto, pero se llevaron a otro hermano y a su mujer detenidos una semana. Susana no podía más. “Yo estaba al borde de la locura y pensaba: o me vuelvo loca o me voy de acá. La vida tiene más valor que las tierras”. Pero aguantó. El acoso duró en total 3 meses, y no cesó hasta que el MOCASE-VC logró apoyo internacional y del pueblo. “Se hizo una marcha en Quimilí y en Santiago del Estero en contra de la policía, y distintas organizaciones de defensa de los derechos humanos presionaron a nuestro favor”.

Ya han pasado 2 años desde el último atropello, y los González han conseguido recuperar sus tierras, aunque todavía se sienten acosados. Los campos de soja transgénica colindan sin separación con los suyos, y a causa de las constantes fumigaciones indiscriminadas, ven mermadas sus cosechas y empeorado su estado de salud al respirar los agroquímicos que lanzan desde la avioneta.

Hoy Susana cierra tranquila la puerta de su casa para visitar de nuevo al médico. Esta vez la acompaña Ramón y su hijo Santiago de la mano. Está embarazada de una niña

Hoy Susana cierra la puerta de su casa para tomar de nuevo el autobús. Pasa cerca del campo de algodón de la familia, con su hijo Santiago de la mano. Este ha sido un buen año, lluvioso, y aunque a causa de la proximidad del campo de soja las plantas han crecido una tercera parte de lo normal, sacarán una buena cosecha que les permitirá ahorrar. Ahora lo necesitarán. Se dirige de nuevo al médico. Está embarazada, esta vez de una niña, una hija a quien llamarán Victoria.

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